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Lo más importante que aprendí de mi viaje a China para la relación con EE.UU.


WASHINGTON.- Hace unos días, cuando el presidente electo Donald Trump invitó al líder chin, Xi Jinping, a su toma de posesión en Washington, más de uno levantó las cejas y dejó escapar una risita ahogada. Se entiende: en Estados Unidos, los mandatarios extranjeros no asisten a la toma de posesión de un nuevo gobierno. Pero en mi opinión la idea de Trump es buena. Acabo de volver de China, y les diría que si tuviera que representar con un dibujo la relación actual entre ambos países sería el de dos elefantes mirándose el uno al otro a través de una pajita de beber.

Y no es nada bueno, porque la realidad es que Estados Unidos y China tienen muchas cosas de qué conversar, que van más allá del comercio justo con Taiwán o de medirse para ver quién es el indiscutido peso pesado del siglo XXI.

En esta imagen del sábado 29 de junio de 2019 se observa al presidente estadounidense Donald Trump en un encuentro con su homólogo chino Xi Jinping durante una reunión en el marco de la cumbre del G20, en Osaka, Japón. (AP Foto/Susan Walsh, Archivo)Susan Walsh – AP

En este momento, el mundo enfrenta tres desafíos de su época: la Inteligencia Artificial (IA) desbocada, el cambio climático y el contagio del desorden proveniente de los Estados que colapsan. Las dos superpotencias en materia de IA son Estados Unidos y China. También son los dos mayores emisores de carbono, y tienen las dos fuerzas navales más grandes del mundo, capaces de proyectar su poderío a nivel global. En otras palabras, Estados Unidos y China juntos son las dos únicas potencias que pueden darnos la esperanza de saber manejar la superinteligencia, las supertormentas y a los superempoderados pequeños grupos de hombres violentos de los Estados fallidos -por no hablar de los supervirus-, en estos tiempos de un mundo superfusionado.

Por eso necesitamos una nueva versión del Comunicado de Shanghái, el documento que estableció los parámetros para normalizar las relaciones entre Estados Unidos y China cuando Richard Nixon fue a Pekín a reunirse con Mao Zedong, en 1972. En este momento, por desgracia, nos estamos “desnormalizando”: nuestros dos países se están distanciando cada vez más en todos los niveles. Hace tres décadas que visito regularmente Pekín y Shanghái, y nunca me había sentido como en este viaje: como si fuera el único norteamericano en toda China.

Por supuesto que no lo era, pero el inglés con acento norteamericano que se suele oír en la gran estación de trenes de Shanghái o en el vestíbulo de los hoteles de Pekín estaba notablemente ausente. Los padres dicen que muchas familias ya no quieren que sus hijos vayan a estudiar a Estados Unidos porque lo consideran peligroso: el FBI podría seguirlos mientras estén en Estados Unidos y el gobierno chino podría sospechar de ellos cuando regresen a casa. Lo mismo está ocurriendo con los estudiantes norteamericanos en China. Un profesor que trabaja con estudiantes extranjeros me dijo que algunos norteamericanos ya no quieren estudiar varios semestres en China, en parte porque no les gusta competir con los superintensos universitarios chinos, y en parte porque en estos días haber estudiado o trabajado en China puede levantar sospechas de seguridad entre sus potenciales futuros empleadores en Estados Unidos.

Por supuesto que más allá de toda la cháchara sobre una nueva guerra fría entre China y Estados Unidos sigue habiendo más de 270.000 chinos estudiando en Estados Unidos, pero actualmente solo hay unos 1100 universitarios norteamericanos estudiando en China. Hace una década eran muchos más, unos 15.000, pero en 2022, poco después de que la Covid-19 alcanzara su pico, eran unos pocos cientos. Si la tendencia continúa, ¿de dónde saldrá la próxima generación de académicos y diplomáticos norteamericanos que hablen chino, o de chinos que entiendan a Estados Unidos?

“Debemos competir con China porque es nuestro mayor rival en poderío militar, tecnológico y económico, pero la compleja realidad es que para lograr un mundo más estable también tenemos que trabajar con China, como en materia de cambio climático, el fentanilo y otros temas”, me dijo el embajador de Estados Unidos en China, Nicholas Burns. “Así que necesitamos una camada de jóvenes norteamericanos que hablen mandarín y traben amistad con jóvenes chinos. Tenemos que generar el espacio para que los pueblos de ambos países se conecten. Ellos son el contrapeso de la relación. Antes iban y venían unos cinco millones de turistas, y hoy es una fracción ínfima de eso”.

Lo que dice Burns es crucial. Fueron las comunidades empresarias, los turistas y los estudiantes quienes suavizaron los codazos cada vez más destemplados entre China y Estados Unidos cuando China superó a Rusia como principal rival global de Estados Unidos y la relación chino-norteamericana empezó a inclinarse más hacia una confrontación abierta que hacia un equilibrio entre competencia y colaboración. Ahora que contrapeso que implicaba el intercambio entre ambos pueblos se ha ido reduciendo sostenidamente, lo que define la relación es una confrontación pura y dura que deja poco espacio para la colaboración.

ARCHIVO — Trabajadores en un puerto de Ningbo, China, el 27 de marzo de 2024. El gobierno chino sostiene que el aumento de sus superávits comerciales es el resultado legítimo de la competitividad de las empresas chinas. (Gilles Sabrie/The New York Times)GILLES SABRIE – NYTNS

Como embajador en China, Trump ha elegido a David Perdue, senador por Georgia entre 2015 y 2021. Perdue es un tipo competente que antes de llegar al Senado hizo negocios en el este de Asia. Pero en un ensayo de septiembre de 2024 en The Washington Examiner, Perdue escribió sobre el Partido Comunista Chino (PCCh): “A lo largo de toda mi actividad en China y la región me quedó dolorosamente claro que el PCCh cree firmemente que su destino manifiesto es recuperar su posición hegemónica en el orden mundial y convertir el mundo al marxismo”.

Hmmm. Lo de hegemonía no lo discuto, pero ¿”convertir el mundo al marxismo”? Antes de que asuma su cargo, espero que Perdue se informe para entender que China hoy tiene muchos más jóvenes que quieren ser como Elon Musk que marxistas. Los chinos están tratando de ganarnos en nuestro juego, el capitalismo, y no de convertirnos al marxismo…

Sí, hoy en China el Partido Comunista tiene un control del poder tan estricto como en cualquier otro momento desde fines de la década de 1980, pero es comunista sólo de nombre. La ideología que promueve es un combo de capitalismo estatal dirigista y capitalismo salvaje del Lejano Oeste, donde decenas de empresas privadas y estatales compiten por la supervivencia del más apto en una variedad de industrias de alta tecnología y así hacer crecer la clase media china.

Aunque en China suelen presentar a Trump como un detractor del país y “el hombre de aranceles”, me sorprendió la cantidad de expertos económicos chinos que me dijeron que China prefería tratar con Trump antes que con los demócratas. Como me señaló David Daokui Li, director del Centro para China en la Economía Mundial de la Universidad Tsinghua: “De alguna manera, los chinos entienden a Trump, lo ven como una especie de Deng Xiaoping. Los chinos se identifican con Trump porque él piensa que la economía es todo”.

Deng era famoso por su pragmatismo, su habilidad transaccional y su capacidad para hacer acuerdos, y abrió la economía china al mundo con el lema nada marxista de que China debía dejar atrás la planificación central comunista y optar por lo que funcionara para generar crecimiento, o como él mismo dijo: “No importa si el gato es blanco o negro, siempre que cace ratones”.

El presidente electo Donald sonríe al hablar en el evento AmericaFest, el domingo 22 de diciembre de 2024, en Phoenix. (AP Foto/Rick Scuteri)Rick Scuteri – FR157181 AP

Nada de eso impide la competencia estratégica entre las dos superpotencias, desde el ciberpirateo hasta el espionaje mutuo de aviones y buques de guerra. Lo que sea que China nos esté haciendo en ese aspecto, espero que nosotros se lo estemos haciendo también a ellos. Pero dos superpotencias como Estados Unidos y China, con una balanza comercial bilateral de casi 600.000 millones de dólares al año -Estados Unidos importa unos 430.000 millones de dólares de China y le exporta cerca de 150.000 millones-, también tienen intereses compartidos en otros temas. Y eso me devuelve a por qué me parece acertado que Trump intentara romper la tradición e invitar a Xi a su asunción en Washington. Este mes, cuando estuve en Shanghái, el jefe de la corresponsalía de The New York Times en Pekín, mi colega Keith Bradsher, me sugirió que visitáramos el Hotel Jin Jiang, donde la noche del 27 de febrero de 1972 Nixon y el primer ministro Zhou Enlai firmaron el Comunicado de Shanghái, que delineaba la reapertura de las relaciones entre Estados Unidos y China. En ese Comunicado, Estados Unidos reconocía la noción de que había una sola China -una concesión a Pekín en la cuestión de Taiwán- pero afirmaba que cualquier futura resolución del tema Taiwán tenía que ser pacífica, y las dos partes también establecían sus objetivos para las relaciones económicas y entre los pueblos. El salón donde se firmó aquel acuerdo está adornado con fotos descoloridas de Nixon y Zhou brindando calurosamente por su nueva relación. Hoy, al mirarlas, solo podía preguntarme: “¿Esto realmente pasó?”.

Un nuevo Comunicado de Shanghái podría ayudar a lidiar con las nuevas realidades que enfrentan ambos países y el mundo. La primera es que las empresas tecnológicas norteamericanas y chinas están compitiendo y avanzando rápidamente hacia la inteligencia artificial general (IAG): los chinos apuntan más a mejorar la producción industrial y la vigilancia, y los norteamericanos a una amplia gama de usos, desde escribir guiones de películas hasta diseñar nuevos medicamentos. Aunque todavía falten entre cinco y siete años para alcanzar la inteligencia artificial general -una máquina sintiente-, Pekín y Washington deben colaborar en la elaboración de un conjunto de reglas que ambos usaremos para gobernar la IA y que el resto del mundo deba seguir.

Para eso, en todos los sistemas de IA habría que incorporar algoritmos que garanticen que el sistema no pueda ser utilizado con fines destructivos y que no pueda actuar por sí solo para destruir a los humanos que lo construyeron.

ARCHIVO – Un trabajador en la cadena de montaje de coches eléctricos en la planta de montaje de Zeekr en Ningbo, China, el 9 de abril de 2024. Las fuertes subvenciones a la industria, junto con la debilidad de las ventas en China, han preparado el terreno para un auge de las exportaciones, lo que hace temer la pérdida de puestos de trabajo en otras fábricas. (Gilles Sabrié/The New York Times)GILLES SABRIE – NYTNS

En un evento que pasó bastante desapercibido, los presidentes Biden y Xi dieron los primeros pasos en ese sentido, cuando en su reciente cumbre en Perú firmaron una declaración donde “ambos mandatarios confirmaron la necesidad de mantener el control humano sobre la decisión de usar armas nucleares”. Eso implica que ningún robot de IA podrá tomar por sí solo la decisión de lanzar un arma nuclear: siempre tendrá que haber un humano en el proceso.

Los funcionarios norteamericanos me confirmaron que tardaron meses en negociar esas 17 palabras. Y no deberían ser los únicos en construir un vallado alrededor de la IA.

En cuanto a la gestión del cambio climático, China, el mayor emisor de carbono del mundo, y Estados Unidos, el segundo, deben acordar un conjunto de estrategias para lograr que para 2050 el mundo alcance la meta de cero emisiones netas de carbono, y así reducir los pavorosos problemas sanitarios, económicos y de eventos climáticos extremos provocados por el calentamiento global, que a su vez van a generar una creciente agitación en los Estados fallidos.

Como les traté de explicar a mis interlocutores chinos durante este viaje: Ustedes creen que somos enemigos, y puede que lo seamos, pero ahora también tenemos un gran enemigo común, tal como en 1972. Pero esta vez no es Rusia: es el caos. Hay cada vez más Estados-nación que se están desmoronando, hundiéndose en el desorden y perdiendo a sus habitantes, migrantes forzosos que buscan llegar a lugares donde impera el orden.

Y los que están asolados por el desorden no son solo Libia, Yemen, Sudán, el Líbano, Siria y Somalia en Medio Oriente. También están algunos de los mejores amigos de China en el sur global, como Venezuela, Zimbabue y Myanmar. Y no son pocos los integrantes de la Iniciativa de la Franja y la Ruta de China -el nuevo “camino de la seda”- a los que China les ha prestado miles de millones de dólares y que ahora están en dificultades, entre ellos Sri Lanka, la Argentina, Kenia, Malasia, Pakistán, Montenegro y Tanzania. Pekín ahora quiere que le devuelvan el dinero y ha restringido nuevos préstamos, pero eso no hace más que profundizar la crisis en algunos de esos países.

ARCHIVO – La central eléctrica de carbón Guohua en funcionamiento en Dingzhou, Baoding, en la provincia septentrional china de Hebei, el 10 de noviembre de 2023. (AP Foto/Ng Han Guan, Archivo)Ng Han Guan – AP

Sólo Estados Unidos y China, en conjunto con el FMI y el Banco Mundial, tendrán los recursos, el poder y la influencia necesarios para frenar parte de ese desorden, y por eso desafié insistentemente a mis interlocutores chinos con la misma pregunta: ¿Por qué se rodean de perdedores, como Irán o la Rusia de Vladimir Putin? ¿Cómo pueden ser neutrales entre Hamas e Israel?

China pasó de ser un país pobre y aislado a convertirse en un gigante industrial con una pujante clase media, en un mundo donde desde la Segunda Guerra Mundial las reglas del juego -comercial y geopolítico- eran fijadas mayormente por Estados Unidos para beneficio y estabilidad de todos.

La idea de que China pueda prosperar en un mundo moldeado por los valores de un ladrón asesino como Putin, que es un agente del desorden, o por el fundamentalismo de Irán, otro promotor del desorden y el próximo país con probabilidades de desmembrarse, o por el sur global -o por China por sí sola- es simplemente una locura.

Si yo fuera Trump, consideraría una maniobra del tipo “Nixon va a China”, un acercamiento entre Washington y Pekín que aísle totalmente a Rusia e Irán. Así, de un plumazo, se pondría fin a la guerra en Ucrania, se reduciría la influencia de Irán en Medio Oriente y se apaciguarían las tensiones con Pekín. Y Trump es tan impredecible que podría intentarlo.

Como sea, si pretendemos que en el siglo XXI haya estabilidad, China y Estados Unidos están obligados a trabajar juntos. Si el combo de competencia y colaboración le ceden por completo su lugar a la confrontación, a ambos países les espera un siglo XXI caótico.

Traducción de Jaime Arrambide

The New York Times

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