Estuvo bien la fiesta hollywodense de River en el Monumental. Al fin y al cabo fue un regalo para los hinchas la presentación de los refuerzos. Fueron siete, aunque cuatro (Driussi, Martínez Quarta, Montiel y Enzo Pérez) vivieron un déjà vu de banda roja y sólo Matías Rojas, el chileno Tapia y Galoppo accedieron a su primer contacto con el fervor riverplatense.
Número más, billete menos, River invirtió cerca de 22 millones de dólares que se suman a los casi 20 del mercado de junio. La tesorería no tiembla. El superávit, dicen, superó los 60 millones y a mediados de año ingresarán cerca de 30 por participar en el Mundial de Clubes cuyo campeón llegaría a los 100. Y además está la bolsa por la Libertadores, en la que los de Núñez cedieron el estadio para la final.
En resumen, que aunque las cifras invertidas parezcan obscenas en la economía deprimida del país, en un fútbol pobre, el foco puede ubicarse en otra parte.
Obviedad: se juega para competir. Y se compite para ganar. El problema surge cuando ganar se convierte en una obsesión. ¿Qué pasará si River (o Boca, que está en espejo con su eterno rival) no se llevan la lLbertadores 2025? Se verá como un fracaso aunque se logre ser campeón de la Liga local.
Es decir, River se puso la vara alta. Corresponde. Es grande. Pero se huele, antes de que la pelota empiece a rodar que si no hay éxito deportivo todo rozará la tragedia.
No la tiene fácil Marcelo Gallardo. Volvió y expone sus laureles. Un valiente. Le trajeron casi todo lo que pidió. Y ahora tiene que armar un equipo. ¿Que compita o que gane todo? No alcanzará con “ganar algo”.
Dirigentes, jugadores y cuerpo técnico no se cansan de hablar de “la obsesión”. River (como Boca) se impuso la obligación de ser campeón de “algo grande». No sea que el collar lujoso que presentó anoche sea la soga del ahorcado. Ah… y campeón siempre hay uno solo.