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La destrucción del Ala Este de la Casa Blanca, una metáfora de la ambición de Trump en su segundo mandato


NUEVA YORK.- Antes de que el ciclón anaranjado golpeara la ciudad, Washington era un lugar mucho más sobrio.

Al Gore amaba ser anfitrión de cenas reducidas donde se abordaban temas de debate académico. Una de esas cenas versó sobre el significado de la metáfora. “Me gu-us-tan las metáforas”, le dijo arrastrando las palabras el entonces vicepresidente Gore al diario The Washington Post. “Y cuanto más complejas y arcanas, mejor”.

¿Qué diría Gore de la no aprobada, antihistórica y abominable destrucción del Ala Este que encargó Donald Trump? Diría que en la capital de Estados Unidos nunca hemos visto una metáfora más transparente. No es ni compleja ni arcana. Es simple y visceral. Un puñetazo en la cara, metafóricamente hablando…

Una cinta afuera del Ala Este de la Casa Blanca en Washington, previo a la fiesta navideña, el 29 de noviembre del 2016. (AP foto/Andrew Harnik)Andrew Harnik – AP

“Trump está diciendo: ‘¡Puedo hacer lo que me dé la gana y no me frena nadie!’,” dice David Axelrod, funcionario de la Casa Blanca durante el gobierno de Obama. “Este caso en particular llama la atención porque el tema es resonante”.

“Cualquiera que haya trabajado en la Casa Blanca siente un respeto reverencial por cada pared de ese lugar. Por muy venido abajo que estuviera, tenía cierta dignidad. Era la majestuosa y silenciosa ciudadela del poder de Estados Unidos, no el palacio de un rey loco. Trump tiene un deseo frenético de destruir la historia y reescribirla él mismo”.

Un jardín plantado de Jackie Kennedy fue arrasado por las retroexcavadoras. La mujer con mejor gusto en la historia de la Casa Blanca fue arrasada por el hombre con el peor gusto en la historia de la Casa Blanca.

Muchos de los votantes de Trump lo querían ver lanzando una bola de demolición contra Washington, pero dudo que lo dijeran tan literalmente.

Obras de demolición en el Ala Este de la Casa BlancaJacquelyn Martin – AP

A Melania probablemente no le importe: durante el primer mandato de su esposo, Melania solo visitó un par de veces el Ala Este, donde se encontraban las oficinas de la primera dama y su personal, tal como relata Katie Rogers del New York Times en su libro sobre primeras damas, American Woman. Y en lo que va de este mandato tampoco se la ha visto mucho por ahí.

A los empleados del Departamento del Tesoro, que trabajan justo enfrente de la demolición, se les advirtió que no compartieran fotos de las obras.

Deben sentir que es una profanación, como ocurrió en 1980 cuando Trump destrozó los frisos de piedra caliza de Bonwit Teller, que antes le había prometido al Museo Metropolitano de Arte, para construir la Torre Trump.

Los frisos tenían poco mérito artístico, dijo un “vicepresidente” de la empresa Trump, identificado como “John Baron”, un nombre falso que usó el propio Trump, según reconoció en una demanda en su contra por el uso de cientos de inmigrantes polacos ilegales para aquella demolición.

Pero Trump tiene tan poco respeto por este símbolo de 123 años de la historia norteamericana que antes de arrasar un costado entero de la Casa Blanca no consultó ni con los funcionarios de planificación ni con el Congreso. Como si estuviera derribando una estación de combustibles.

Cuando era niña y visitaba la Casa Blanca con mi madre, nos encantaba oír a los turistas extranjeros exclamar “¡Oh!” y “¡Ah!” sobre lo relativamente pequeña y modesta que era la residencia presidencial.

Su simplicidad era parte de su encanto. No teníamos los grandes castillos de la nobleza europea que intentábamos dejar atrás: La Casa Blanca era simplemente una linda casa con una atractiva fachada.

Trump no hace cosas pequeñas ni modestas. Él se dedica grandes y llamativas odas a sí mismo. Cuando Trump se candidateó por primera vez, el chiste vez era que iba a estampar su nombre en la fachada de la Casa Blanca como lo hizo con todas sus demás propiedades.

Y ahora está sucediendo: los funcionarios de la Casa Blanca dicen que Trump tiene pensado bautizar el salón de baile con su propio nombre.

Otro ejemplo, como dice Rahm Emanuel, de que Trump quiere mandar, no gobernar.

“Cree que el único error que existe es no hacer lo que conviene a los propios intereses”, apunta Axelrod.

El presidente tiene ese tipo de narcisismo que lo impulsa a hacer lo que sea para que todas las miradas estén puestas sobre él. Ignora la ley, los procedimientos y las consecuencias.

Más que un baile, su presidencia es un pogo desenfrenado que se deleita en transgredir y provocar.

Manda construir un salón de baile dorado de 300 millones de dólares y 8400 metros cuadrados que opacará al edificio central, mientras el gobierno está en shut-down y la gente se queda sin trabajo.

Atiborra el Salón Oval de un dorado de mal gusto. Demanda judicialmente a todos y a su antojo. Somete a sus enemigos a tortura legal. Despliega tropas militares en ciudades de Estados Unidos.

Ignora el debido proceso y mata a supuestos traficantes bombardeando sus lanchas en el agua.

“Creo que a los que traen drogas a nuestro país simplemente los vamos a matar, ¿no les parece?”, dijo el jueves. “Los vamos a matar”.

El talento de Trump reside en saber encontrar en el sistema esos agujeros de gusano que puede explotar para su propia satisfacción o beneficio económico; cosas que no están específicamente prohibidas porque ni a los Padres Fundadores ni a nadie se le ocurrió nunca que alguien de tan baja estofa pudiera llegar tan alto.

Tim O’Brien, de Bloomberg, dijo que al buscar financiación privada para el salón de baile, Trump podría fomentar el tráfico de influencias, estafando aún más a la investidura presidencial.

Tras convertir al Departamento de Justicia en su propia pandilla de justicieros, ahora Trump quiere desvirtuar aún más el antes tan prestigioso departamento con la presentación de una exigencia descabellada: quiere que el Departamento de Justicia le dé 230 millones de dólares como compensación por las investigaciones federales previas en su contra. El consejo editorial del diario The New York Times lo calificó de “un pasmoso acto de autocontratación”.

Antes Trump no tenía problemas en apuntar a derrocar al gobierno que el mismo manejaba. Ahora no le importa amenazar con demandar al gobierno que dirige si no le permiten pagarse 250 millones de dólares.

El “Nosotros, el pueblo”, frase inicial de la Constitución de Estados Unidos, ya es casi algo pintoresco: ahora nos gobiernan los caprichos de una sola persona.

El viernes, Trump suspendió las negociaciones comerciales con Canadá porque no le gustó una publicidad encargada por la provincia de Ontario que citaba un discurso radial del presidente Ronald Reagan donde criticaba los aranceles a las importaciones.

Trump, quien publica abundante basura falsa hecha con IA, calificó el anuncio de “FALSO”. (Las citas de Reagan eran correctas, pero estaban en otro orden). Los canadienses suspendieron la difusión del anuncio.

Fue como cuando Trump le impuso unilateralmente un arancel del 50 % a Brasil porque la Justicia de ese país osó procesar a Jair Bolsonaro, quien cuando era presidente también intentó robarle las elecciones a su sucesor.

O igual que cuando Trump se puso a hablar sobre el rescate a su aliado de derecha en Argentina, potencialmente por un monto de 40.000 millones de dólares, y prometió cuadruplicar la cantidad de carne argentina que Estados Unidos compra con un arancel más bajo, lo que enfureció a los empobrecidos ganaderos norteamericanos.

Trump puede dar rienda suelta a cualquier impulso delirante y nadie puede frenarlo.

“El Congreso está a la deriva”, le dijo la senadora Lisa Murkowski a Carl Hulse , del Times, sobre el control parlamentario de las legalmente cuestionables maniobras militares ordenadas por Trump y sus aranceles de venganza. “Es como si el Congreso se hubiera rendido, y esa no es una buena señal para la opinión pública de Estados Unidos”.

El Congreso está a la deriva, la Casa Blanca es un naufragio, Trump peina las aguas del Caribe, y a James Comey y Letitia James los están obligando a caminar por la plancha. Y los que siguen podrían ser Jack Smith y Adam Schiff.

Y nosotros, ahogados en metáforas náuticas mientras el presidente roba y saquea. Es un pirata, y no de los que se disfrazan para Halloween.

Traducción de Jaime Arrambide


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