BARCELONA.- A simple vista nada tiene que ver la situación actual de Siria, país inmerso en una transición política después de que un grupo de milicias rebeldes derrocara al régimen de Bashar al-Assad en diciembre pasado, con el Irak de hace un par de décadas.
Aquel país había sido ocupado por las tropas estadounidenses, y el dictador depuesto, Saddam Hussein, aguardaba el veredicto de un tribunal que lo condenaría a muerte. Sin embargo, la transición siria se ve amenazada por la misma amenaza que la iraquí: la violencia sectaria promovida por los “fulul” (remanentes) de las fuerzas de seguridad del antiguo régimen.
En Siria, la semana pasada más de 1000 personas murieron a raíz de los choques que provocaron los ataques de milicias vinculadas al régimen de Al-Assad contra las fuerzas de seguridad afiliadas al gobierno de Damasco, controlado por el exguerrillero islamista Ahmed al-Sharaa. En los tres días posteriores a diversas emboscadas coordinadas en la región de la costa, región de confesión alauita, la misma que Al-Assad, los refuerzos que envió el gobierno de Damasco respondieron de forma brutal al desafío, y se produjeron varias masacres de civiles.
La contención que dominó las semanas posteriores a la caída de al-Assad se transformó en una violencia ciega de tipo sectario. Numerosos testimonios señalan a combatientes extranjeros y a las milicias afiliadas a Turquía como aquellos que más se ensañaron con la población civil.
Al-Sharaa prometió que los culpables de las vejaciones y asesinatos serán castigados y creó un comité de investigación que deberá emitir un informe en un plazo de un mes. Sin embargo, entre las minorías religiosas del país, Al-Sharaa no goza de una gran credibilidad a causa de su pasado al frente de una milicia vinculada a Al-Qaeda, de la que se desmarcó en 2017.
Al igual que en Irak, en Siria la lucha por el poder ha adoptado, al menos parcialmente, tintes sectarios. Así como Saddam Hussein se apoyó sobre todo en los miembros de su clan familiar y confesión religiosa sunnita para gobernar de forma dictatorial un país de mayoría chiita, la situación en Siria era la inversa. El clan de los Al-Assad, de confesión alauita -una escisión del chiismo- regía un país de mayoría sunnita. Por eso, la comunidad alauita estaba sobrerrepresentada entre los oficiales de las fuerzas de seguridad y el Ejército de Al-Assad, lo que explica que la incipiente insurgencia en Siria actúa en las provincias alauitas de Tartus y Latakia.
El paralelismo entre ambos países no acaba ahí. Tanto Al-Assad como Hussein pertenecían a un mismo partido: el panarabista Baath. En ambos países, la caída de los respectivos regímenes dictatoriales conllevó la disolución de la policía y las Fuerzas Armadas, por lo que de la noche a la mañana miles de hombres bien adiestrados en el uso de las armas se encontraron desempleados y frente a la amenaza de ser juzgados de crímenes contra la humanidad si se consolidaba el nuevo orden político.
En Irak, muchos de ellos optaron por engendrar una insurgencia y provocar la violencia sectaria para desestabilizar al gobierno. El resultado fue el descenso del país en una sangrienta guerra civil en la que las ejecuciones y atentados sectarios se convirtieron en moneda común.
Ese mismo escenario es al que se enfrenta ahora Siria, lo que no significa que la historia se deba repetir, no al menos de forma calcada. De hecho, hay algunas importantes diferencias en los contextos de ambos países. Un factor que agravó la violencia en Irak fue la ocupación estadounidense del país, que provocó anticuerpos en toda la región. La invasión ordenada por el presidente George Bush supuso todo un regalo para Al-Qaeda, pues hizo que Irak se convirtiera en un imán para jóvenes de todo el mundo islámico dispuestos a luchar contra las fuerzas estadounidenses.
Algunos ni siquiera tenían una ideología islamista muy asentada. Entre ellos, curiosamente, un joven sirio de nombre Ahmed al-Sharaa. Por otra parte, en Siria, tras quince años de guerra civil y con el país devastado, puede haber un menor apetito entre la población para apoyar el aventurismo de una insurgencia similar a la que fracasó en el país vecino.
Otro factor que puede ser crucial para estimular o desactivar una conflagración en Siria es la actitud de los países de la región. En el caso de Irak, la vecina siria facilitó la entrada de centenares de voluntarios jihadistas, mientras que Irán se dedicaba a formar y armar las milicias de signo contrario, las chiitas. En la actual Siria, se sospecha que Irán podría también estar detrás de la violencia de los grupos alauitas, pues Teherán fue uno de los puntales que sostuvo a Al-Assad, y a nivel geopolítico es el gran perdedor del cambio de régimen. Existen dudas sobre si algo parecido podría suceder con Rusia, el otro aliado del antiguo régimen, o incluso Emiratos Árabes Unidos, ferozmente anti-islamista.
Un capítulo aparte merecen las maniobras israelíes. Es poco probable que el Estado hebreo se halle en el mismo bando que su archienemigo iraní financiando una insurgencia alauita. Ahora bien, a Netanyahu sí le podría interesar una Siria debilitada por sus problemas internos con las minorías. Su gobierno se ha autoproclamado defensor de la minoría religiosa drusa de Siria, e incluso ha declarado que sus miembros serán aceptados como trabajadores en la zona de los Altos del Golán ocupados por Israel.
Los drusos viven sobre todo en la provincia de Sueida, al sur del país y fronteriza con el Estado hebreo. En los mentideros de Damasco suscita preocupación la posibilidad que Israel utilice a los drusos como excusa para mantener el nuevo territorio sirio ocupado los últimos meses. Y para ese fin, las masacres en la costa alauita y el desencuentro entre Damasco y los líderes drusos de Siria son una bendición.