WASHINGTON.- Los breves intercambios que tuvieron los expresidentes norteamericanos y sus esposas durante los funerales de Estado del recientemente fallecido Jimmy Carter bien podrían ser divididos en dos categorías: los que reflejan la era pre-Trump con sus bromas bienintencionadas y sus calurosos apretones de manos, y los que reflejan el tenor de la presidencia en la era MAGA (Make America Great Again), con expresiones gélidas y un lenguaje corporal distante.
Los miembros de este club exclusivo y recalcitrantemente masculino se apersonaron la gélida mañana del jueves en la Catedral Nacional de Washington para rendir tributo al expresidente Carter, soportaron el frío invernal arropados en su burbuja de agentes de seguridad, estatus VIP y asientos asignados previamente.
Mientras se iban acomodando, realizaron esa pequeña coreografía del “cómo estás” y “qué bueno verte”. De todos los hombres, quien más distancia histórica tenía con Trump era George W. Bush. Su esposa no lo vio perder una elección ante Trump, Bush tampoco tuvo que lidiar con una transición a un gobierno de Trump, ni se vio obligado a salir en defensa de la democracia. No. Bush asistió a la asunción de Trump de 2017, quedó maravillado por lo bizarro de esa experiencia, y se volvió a pintar cuadros a su casa de Texas.
Bush se metió en su fila de asientos dando apretones de manos y saludando a todos los que lo rodeaban. Al pasar frente a Barack Obama, le dio al 44° presidente norteamericano una palmadita cariñosa en la panza, como dos viejos amigos. Giró hacia la tercera hilera de asientos y saludó a los exvicepresidentes Dan Quayle y Mike Pence (a Quayle incluso lo golpeó suavemente en la cabeza con el programa del evento). También le tendió la mano a Al Gore, el exvicepresidente cuya derrota del año 2000 ante Bush puso a prueba la democracia. Y Gore, cuya cortés aceptación salvó ostensiblemente la democracia, aceptó el apretón de manos de Bush sin titubear.
A Trump, Bush no le sirve para nada, pero el expresidente igual lo trató con una indiferencia casi despectiva. Bush avanzó con su habitual agilidad de movimientos, y la sobriedad de su expresión en todo momento hacía pensar que estaba al borde de soltar alguna broma u ocurrencia.
Carter, por supuesto, era miembro de ese club, un socio vitalicio al que se saludaba cortésmente como al anciano representante de otra generación. Siempre fue una especie de caso atípico, y a medida que fue envejeciendo, francamente no vio razones para cerrar la boca ni callarse nada, especialmente cuando estaba seguro de tener razón.
Y después, ahí estaba Trump, que fue el primero en llegar. Su presencia era como una nube que congelaba el aire de las tres primeras filas, tal como alteró el clima general del país.
Trump se dio la mano con Pence, a quien el 6 de enero de 2021 los seguidores de Trump amenazaron con colgar en una plaza pública. Pence respondió sin un atisbo de sonrisa y con mirada torva, pero por lo menos se paró para saludarlo: su esposa Karen se quedó sentada y casi no le dirigió la mirada.
Obama ocupó el asiento que le habían asignado junto a Trump, se puso a charlar y a gesticular con él, y hasta le arrancó una carcajada a quien fuera su sucesor y que rara vez se ríe en público. ¡Ojalá en esa catedral hubiera habido una mosca que pudiera contarle al mundo lo que se dijeron en ese cara a cara a pura sonrisa!
Aunque tal vez no haya sido tan interesante. Melania Trump, que no sonreía, se sentó junto a su marido y básicamente se quedó mirando fijo hacia adelante. No parecía decepcionada de no ser parte de la conversación: más bien parecía aliviada.
El presidente en funciones, Joe Biden, y la primera dama, Jill, tenían reservado un sitio de honor en la primera fila, junto a la vicepresidenta Kamala Harris y su esposo, Doug Emhoff. Cuando Jill Biden fue a ocupar su asiento, no pareció contenta de ver ahí a Harris —leve sonrisa, cero abrazo— y la mirada por el rabillo del ojo de Harris daba a entender que estaba de acuerdo con que las cosas fueran así.
Las relaciones forjadas en la política siempre son complicadas, pero los vínculos dentro del club de los expresidentes son una maraña de lealtades, contiendas, ambiciones y derrotas.
El club de los expresidentes, vicepresidentes y primeras damas es un reducto pequeño y exclusivo. Pero está plagado de humoradas, rencores y sentimientos propios de la naturaleza humana, y también imbuido de la cambiante naturaleza de la política en la era Trump.
Robin Givhan
Traducción de Jaime Arrambide)