TÚNEZ.- Desde los días posteriores al ataque del 7 de octubre del año pasado, la especulación sobre una inminente guerra regional que implicara a Irán y Estados Unidos ha sido objeto de incontables artículos. Desde entonces, Israel ha cruzado todas las líneas rojas trazadas por Teherán -por ejemplo, el bombardeo del consulado iraní en Damasco o el asesinato del líder de Hamas, Ismail Haniyeh, en la capital iraní-, sin que llegara la temida escalada que desencadenara una guerra total en la región.
Hasta ahora, la acción más contundente del régimen de los ayatollahs fue el telegrafiado lanzamiento de unos 300 misiles y drones contra Israel el pasado abril, la mayoría neutralizados por la Cúpula de Hierro. ¿Será el asesinato del líder de Hezbollah, Hasan Nasrallah, el detonante de la anunciada guerra?
Probablemente no. Este asesinato tampoco provocará una entrada directa de Irán al conflicto. Y esto es así por dos razones. En primer lugar, porque Teherán no puede competir con Israel en una guerra simétrica entre sus respectivos ejércitos. Ambos países carecen de una frontera terrestre común. De hecho, están separados por más de 1500 kilómetros.
Por lo tanto, una guerra entre ambos países tendría lugar en el cielo, y la Fuerza Aérea israelí, equipada con cazabombarderos estadounidenses F-14 y F-35 de última generación, es mucho más poderosa que su homóloga iraní, que cuenta con antiguos MIG rusos o los F-14 estadounidenses fabricados y recibidos antes del advenimiento de la República Islámica, en 1980.
Ahora bien, esto no significa que Irán sea completamente impotente en un conflicto con Israel. Si en lugar de lanzar un ataque telegrafiado como el de abril lo hiciera por sorpresa y con mayor número de drones y misiles, tal vez Teherán podría perforar, aunque fuera parcialmente, el escudo antimisiles israelí y provocar víctimas mortales.
A su alcance también está otra medida que supondría un choque para la economía global: sellar el Estrecho de Ormuz, por el que circula un 25% del consumo mundial de petróleo, lo que provocaría a corto plazo que su precio se disparara, y a medio plazo representaría un serio problema de abastecimiento a nivel mundial.
En ambos casos, eso arrastraría a Estados Unidos a la guerra, un escenario que el gobierno iraní quiere evitar a toda costa, ya que pondría en peligro la propia existencia del régimen. Y ésta es la razón más poderosa por la que Irán muestra una actitud de contención durante los últimos meses.
Las frecuentes revueltas internas, la última hace dos años a causa de la muerte de la joven Mahsa Amini, muestran que el apoyo popular al régimen se erosionó en las últimas dos décadas. Y el líder supremo, Ali Khamenei, lo sabe. En caso de una guerra contra Washington, el Estado iraní se vería debilitado, y sus fuerzas de seguridad quizás no tendrían la fuerza suficiente para sofocar las próximas protestas.
Una guerra regional también pondría en peligro su avanzado programa nuclear, la joya de la corona del régimen, y su última garantía de supervivencia si logra ensamblar una bomba nuclear. De hecho, el asesinato de Nasrallah podría constituir toda una advertencia en este sentido.
Las instalaciones nucleares iraníes están en búnkeres a prueba de las bombas israelíes. Pero, en teoría, también lo estaba el búnker del Estado mayor de Hezbollah… hasta que fue destruido con una munición que el Ejército israelí se negó a revelar.
Pese a la imagen que a menudo se ofrece de la cúpula iraní, descripta como fanática e irracional, Khamenei y el aparato de la República Islámica es depositario de una experiencia de 3000 años en la gestión de un gran Estado, desde ese Imperio Persa presente en las crónicas de la Antigua Grecia.
“La política exterior iraní ha sido siempre sofisticada y astuta. A Irán le va bien un conflicto de baja intensidad con Israel y Estados Unidos, ya que ayuda a legitimar su existencia y a reprimir a la oposición. Ahora bien, no quiere una guerra total. Tampoco está interesado en la paz, sino en un estado de tensión perpetua”, sostiene Karim Sadjadpour, investigador del think tank Carnegie Endowment.
Entre los objetivos de la política exterior iraní, ya incluso durante la época del sha, figura alcanzar la hegemonía en Medio Oriente. Por eso, Teherán invirtió muchos recursos durante años en reforzar una constelación de milicias afines en la región, como Hezbollah, los hutíes en Yemen, o las Fuerzas de Movilización Popular de Irak. Si alguna opción tiene de enfrentarse a sus enemigos, como Israel, es a través de guerras asimétricas.
Ahora bien, por encima de este deseo geopolítico de hegemonía existe un interés supremo: la supervivencia de la República Islámica. Haciendo un símil con el ajedrez, todas estas milicias regionales representan peones, caballos o alfiles en el tablero geoestratégico de Medio Oriente, pero un buen jugador nunca haría un movimiento para preservar cualquiera de estas piezas que pusiera en peligro al rey. Por eso, Irán tampoco se involucró en la destructiva guerra entre Israel y Hezbollah de 2006.
Si Irán reacciona al asesinato de Nasrallah, es mucho más probable que lo haga a través de la intensificación de los ataques a Israel de estas otras milicias, o incluso de atentados contra intereses israelíes en terceros países como el de la AMIA en la Argentina, más que con la entrada en una guerra regional.