Armando Valladares tenía la salida al alcance de la mano: firmaba un documento declarándose ferviente revolucionario y listo, a otra cosa. Con trazar un garabato quedaba libre. Pero no lo hizo. Ni una, ni dos, ni ninguna de las muchas veces que los guardias pusieron el documento frente a sus ojos. El régimen de Fidel Castro nunca doblegó a este preso político que pasó 22 años en las cárceles del paraíso comunista.
Convertido en una leyenda de la lucha por los derechos humanos, y en una mancha en el relato sobre el comunismo caribeño que cautivó a miles de devotos en América Latina, Valladares nunca se rindió al suplicio castrista. Y eso que fue sometido recurrentemente a torturas físicas, psicológicas y emocionales, desde 1960, cuando lo arrastraron fuera de su casa, hasta 1982, cuando fue liberado tras una larga campaña internacional promovida en su nombre.
También poeta y diplomático, a sus 87 años se muestra activo como director de derechos humanos del Instituto Interamericano para la Democracia, en una batalla de nunca acabar contra los abusos de los poderes públicos. Como el asunto que lo trajo a la Argentina, por segunda vez en dos años, una denuncia pública contra el presidente de la Corte Suprema de Santiago del Estero, Federico López Alzogaray, por usurpación de tierras y atropellos a un campesino.
Pero su militancia viene de lejos, con su rebeldía frente al naciente régimen de Fidel Castro. “Yo era funcionario del gobierno revolucionario, pero tenía un tío que políticamente estaba muy bien instruido, específicamente en los temas del comunismo, y eso me ayudó mucho a entender que Fidel Castro había combatido y destruido una dictadura solamente para sustituirla por su propia dictadura”, dice Valladares a LA NACION, en un diálogo donde repasa su brutal encierro y los mecanismos de un régimen que ha tenido a la sociedad cubana en caída libre. De hecho, esa caída ha sido lo único libre en 65 años de comunismo en la isla.
A fines de 1960 estaba en su escritorio del Ministerio de Comunicaciones, donde trabajaba en La Habana, y de pronto ve que le plantan un cartelito delante. “Si Fidel es comunista, que me pongan en la lista que estoy de acuerdo con él”, decía el cartel. Bueno, Valladares no estaba de acuerdo y rechazó el letrero. El resultado de esa negativa repercutió durante el resto de su vida, con un primer episodio solo unos días después, cuando entraron a la casa y se lo llevaron.
Fue sometido a un juicio revolucionario, donde el presidente del tribunal leía cómics con las botas sobre la mesa mientras a Valladares le leían los cargos. ¿De qué se lo acusaba? Nadie estaba muy seguro. Como no le encontraron nada, le dijeron que tenían “la convicción moral de que era un enemigo potencial de la revolución”.
Sabía que solo había dos sentencias posibles: pena de muerte o reclusión a 30 años. Le tocó lo segundo, que a la larga fueron 22. Desde otro lado se escuchaban los fusiles descargándose sin piedad y sin descanso contra otros detenidos puestos contra el paredón. A las órdenes del Che Guevara, devenido en arquetipo del héroe revolucionario .
“En ese momento estaban fusilando todas las noches, 10, 12, 15 y hasta 20 personas. Ahí estaba el Che ordenando los fusilamientos. El Che mandó a fusilar a 600 personas en los primeros meses. Porque tenía la teoría de que no hacían falta pruebas, para nada. Lo que se debía tener es la convicción de que había que fusilar. Y fusilaban. Cuando volví del tribunal mis compañeros me levantaron en andas y me aplaudieron como un sobreviviente, porque no me habían sentenciado a muerte”, recuerda.
Siguieron años de torturas y privaciones. La ideología avalaba la saña de los carceleros, incluso la incentivaba, potenciaba y distinguía. Lo privaron de sueño y de comida. Lo rociaron de orines y excremento. Vio morir a tres compañeros de prisión. Llegado un punto quedó postrado en silla de ruedas, debilitado por inanición. ¿Pero qué ganaban con castigarlo de manera sistemática, si ya estaba fuera del sistema, rodeado de muros y guardias, sin riesgo de ser un “enemigo potencial de la revolución”?
“La tortura y la represión en las cárceles políticas de Cuba tienen un objetivo, quebrar la resistencia del prisionero, para que acepte la rehabilitación política. ¿En qué consistía la rehabilitación política? Si firmaba un documento que decía que todos los valores en los que yo creía eran falsos valores, como mis creencias religiosas, entonces el documento decía que yo le pedía a la revolución que me dieran la oportunidad de rehabilitarme, de integrarme a la nueva sociedad socialista. Si firmaba eso inmediatamente me iba para mi casa”, señala sobre un sistema digno de la novela 1984 de George Orwell.
Pero capitular en sus creencias y convicciones “hubiera significado inmediatamente un suicidio espiritual, como lo significó para miles y miles”, explica. “Hubo un momento en que existieron más de 45.000 presos políticos, repartidos en 200 cárceles a todo lo largo de la isla. Y desafortunadamente, al final, quizás los que no aceptamos la rehabilitación fuimos los menos, entre ocho y diez mil”.
“Como católico yo tenía una serie de reglas inflexibles”, dice Valladares. “Pero el comunista no, para el comunista el fin justifica los medios. El comunista puede decir que cree en Dios, que cree en todos los santos, que cree en el Paraíso, y eso no lo afecta. A nosotros sí”.
Mientras intentaban resistir el remolino de violencia física y de apremios psicológicos, a los presos políticos cubanos les dolía en el alma saber que afuera del país, en vez de denunciar los abusos sistemáticos en Cuba, bien documentados, intelectuales, gobiernos y organizaciones internacionales saludaban a Fidel Castro y a su régimen como los salvadores del mundo.
Los derechos humanos no estaban de moda, sobre todo si era Cuba, la vaca sagrada. Los pintorescos barbudos de uniforme militar, que fumaban habanos declamando contra el imperialismo, tan fotogénicos, contaban con una maquinaria de relaciones públicas que los presentaba como David en combate contra el Goliat de Estados Unidos. Y una vez instalada la épica, se hizo difícil de desmontar.
“Por ejemplo, Amnistía Internacional, que se ocupa de los presos políticos alrededor del mundo, en 1979 descubrió que en Cuba había prisioneros políticos”, recuerda. Habían pasado dos décadas desde el comienzo del régimen. Pero ya no se podía tapar el sol con la mano. El caso de Valladares se había hecho conocido, en buena medida gracias a su mujer, Marta, que se puso en campaña.
La relación de Armando y Marta merece un capítulo aparte. Se conocieron cuando ella fue a visitar a su padre, que era su compañero de celda. Fue un flechazo. Comenzaron a escribirse clandestinamente y desplegaron un amor epistolar que fue creciendo carta tras carta. Un amor sin barreras, si los hay. Con el tiempo, el compromiso se afianzó y a la larga se casaron. Como él seguía entre rejas, lo hicieron por poder. Luego ella abandonó la isla y trajinó el mundo cabildeando por él, en una extensa y exitosa gestión.
Desde que recobró la libertad, en 1982, Valladares se dedica a la promoción de los derechos humanos, mientras observa a la distancia la decadencia cotidiana de un régimen que pasa el momento más crítico de su historia. Ya no hay más propaganda que valga sobre el fantástico sistema de salud, sobre el sistema educativo, y demás lugares comunes que hicieron época.
“La dictadura del proletariado ha sido cada día más represión y más represión hasta lo que es hoy. La dictadura tiene el control absoluto de todo en Cuba y por eso en este momento Cuba es posiblemente el país más miserable de la Tierra. Está por debajo de Haití en miseria, en escasez. Está en el peor momento en todo sentido”, asegura. “De afuera tiene muy poco sustento, el que le da Venezuela y la nueva presidenta de México, que prometió enviarle un barco de petróleo todas las semanas”, explica.
Basado en su experiencia, en sus cicatrices, la intención de Valladares es continuar abogando por los perseguidos de este mundo, cuyo número nunca escasea. “Nosotros fuimos víctimas del silencio y la complicidad de la mayoría de la humanidad –sostiene-. Esta es mi vida y mi dedicación, porque apela a lo que me sucedió a mí”.